Si escribo sobre este viaje es, si acaso, por la remota intención que puede haber en mí de escribir un diario. En su momento los diarios pudieron resultar interesantes y novedosos. Hoy en día, me temo, son, en general, aburridos y vulgares.
Los viajes siempre despiertan interés en amistades y conocidos. Suelen representar experiencias intensas y relativamente poco frecuentes. Para mí representan la ocasión, como otras muy pocas, de sentirme vivo, de agudizar todos los sentidos, de afinar la intuición. En definitiva de afrontar situaciones y escenarios novedosos y retadores. En este brevísimo viaje, sin embargo, he tenido que afrontar, más que otros sonidos, otras luces, otros olores, a mí mismo. A mi soledad.
Las escasas horas de vuelo abrieron un silencio que no pude llenar con la música que había preparado. Me resistí a cruzar esa puerta abierta a lo que siento como vacío, a adentrarme entre esas sombras y penumbras en las que sé que no voy encontrar una voz amiga. Y rechazo el encuentro, pero la puerta sigue abierta.
Orly ya no es desconocido.El recorrido en taxi por las calles de la ciudad es rápido y ágil.
Tras cenar demasiado en un simpático restaurante de barrio, la Pizzeria Olivier, y de vuelta al hotel encuentro el mismo silencio, la misma soledad. La misma puerta obligándome a pasar. El mismo frío. Me cuesta dormir.
Madrugo para dar un paseo hasta la torre Eiffel. Es delicioso ver como va despertándose la ciudad, como van preparándose las tiendas. Como la gente se va asomando a la calle. Algunas atractivas mujeres hacen ejercicio corriendo por los járdines del Campo de Marte mientras escuchan supongo que música. Algún vecino del barrio saca a pasear a su perro y, poco a poco, van apareciendo niños que, de mano de sus madres, se dirigen al colegio. Un luz gris va llenando las calles, las luces amarillas van apagándose. Cuando llego de vuelta al hotel ya ha amanecido.
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