Oporto se me antoja como un mestizo entre Lisboa y Bilbao, así que me siento cómodo, como si ya nos conociésemos de antes.
Me alojo en un fantástico apartamento en el centro, al lado de la Avenida de los Aliados. He dormido bien pese a las tres botellas de vino de la noche y al eros despertado por las arremetidas constantes de L a la camadera que nos atendió a la orilla del río.
En seguida estoy en la calle. Llueve. Compruebo que es difícil perderse en esta ciudad y compruebo que repito hábitos. Es el primer sábado tras el fin de las restricciones en España y se nota, parejas de matrimonios españoles con niños junto a parejas jóvenes de alemanes y franceses, sin niños, deambulan por el centro. Bajo hasta el río.
¿Qué sentido tiene haberme quedado este fin de semana aquí?... recuerdo: quería descansar, alejarme, tomar aire, recuperar energías. Pero me cuesta relajarme, parar, sentir sin pensar.
Pienso en ir a comer a casa Guedes, descarto repetir en donde cenamos, o probar un restaurante cercano al apartamento que me llama la atención. Al final creo que me sentiría incómodo y compro algo para comer en el apartamento.
El domingo madrugo, sigue lloviendo. He venido con el equipaje justo: una mochila con el ordenador y papeles, y una bolsa de viaje con ropa. No hay sitio para una simple botella de vino. Y absurdamente me obsesiono con esa idea... ¿cómo no llevar alguna botella?, ¿como no llevar unos pequeños regalos?.
Creo obligaciones que construyen esa torre de babel que se derrumba una y otra vez. En un esfuerzo deseperado quiero verle un sentido que quizá no tenga.